La Chaya es una fiesta, a qué dudarlo. Una experiencia única que nos lleva a la alegría, a la música, al vino pero también a una celebración de la vida y del seguir adelante.
El sábado 26 de febrero le tocó a Villa Ciudad Parque vestirse de La Rioja. La convocatoria era para celebrar la fiesta de la Chaya, una fiesta tradicional riojana que se celebra cada carnaval, festejando también la cosecha de la uva.
Estuvieron presentes representantes de la música, el canto y la producción vitivinícola de la provincia cordillerana y también artistas locales.
Comenzó la Fiesta en el escenario Malena Marengo, vecina de nuestro pueblo y la siguió Malena Navarro, de Villa del Dique, a quienes acompañó Claudia Guerrero, riojana ella, aportando la junta. Luego, ella, sola con su guitarra primero, a la que se le fueron sumando más músicos para dejar el final al grupo Los Quirquinchos, antes de la ceremonia de cierre, la de la quema del Pullay, curioso personaje (al menos para mí), que presidió toda la celebración desde delante del escenario.
Y hay que hablar de ese Pullay, que tiene diversas tradiciones y recorridos desde los distintos pueblos que lo veneran. Para algunos es un príncipe diaguita, para otros un demonio, para todos un símbolo que exorciza los malos momentos que hay que dejar atrás para continuar (o para algunos realmente empezar) el año. Hay quienes lo entierran en la ceremonia final. Este Pullay tuvo el destino de las llamas (por supuesto controladas y con un matafuegos a un costado), mientras las copleras danzaban a su alrededor hasta que se quemaran sus últimos restos.
Una cosa, otra vez curiosa para este neófito de dicha tradición, fue que en el transcurso de la Fiesta, se acercaban diferentes personas del público para dejarle un papelito entre su ropaje. Sin querer ahondar, se me ocurría que cada papel dejaba entre la paja seca de su cuerpo algún mal recuerdo, o tal vez alguna promesa no cumplida o un deseo para este nuevo año que, gracias a la quema, pudiera ser satisfecha…
Quise dejar esto así, en la penumbra de mi conocimiento racional, para imaginarlo, para disfrutarlo desde la ignorancia y el respeto, como cada cosa nueva que se asoma a las sensaciones, para, quizás luego, comenzar a aprehenderlo y compartirlo.
Hay que decir que mi momento de profundo respeto por las costumbres ancestrales tuvo como contrapartida la inmensa alegría que se vivió en toda la celebración, acompañada con la harina al viento y en las caras y en la ropa para igualar a todo el mundo (otra de las prácticas obligadas), y las ramas de albahaca en las orejas de los celebrantes.
Ese 26 de febrero he aprendido mucho de la vida, de las costumbres de otros rincones de la patria, de las profundas raíces arraigadas y fundamentalmente de la genuina alegría que mueve a todas las cosas buenas de esta tierra, ese motor indiscutible que nos hace más humanos…
Marcelo René Walter
